miércoles, 19 de octubre de 2011

La traición de (y a) Manuel Puig

La traición de (y a) Manuel Puig
por Pedro Díaz

Cuando se habla de Manuel Puig existe un epíteto que suele acompasar su nombre: “transgresor”. De esta manera, un trabajo de excavación biográfica se inicia y concluye en el más esperado y cómodo argumento en el que se apoltrona este calificativo: la sexualidad del escritor. A partir de aquí, se formula el axioma que parece agotar todo análisis: es transgresor porque es homosexual. Al parecer esa es la premisa que rige la lectura de Puig. También, parece hacerlo transgresor narrar la “comedia humana” de General Villegas, un escondido pueblito al noroeste de la Provincia de Buenos Aires, recientemente devuelto al maisntream por ser protagonista de un video que involucraba sexualmente a una menor y que dividió a la opinión pública. Hasta aquí, la crítica que no lee pero sí dice cómo hay que leer nos gana de mano y comete la primera transgresión contra la inteligencia.
Igualmente, no todo está perdido. Es posible conservar el adjetivo y endosárselo a Puig sin culparlo de nada o culparlo de todo. Es un transgresor, porque viola (evitar la asociación legranesca de violación-homosexualidad), porque parodia (entendida la parodia como inversión productiva, revelación de los mecanismo de producción de un texto y no un mero alarde barroco) las convenciones del folletín para articularlas con otras redes discursivas. En su más conocida y representativa novela, Boquitas pintadas (1969), best seller que logró atraer tanto a intelectuales como amas de casa amantes de los radioteatros, el entrelazamiento de géneros es evidente: el folletín, como el sistema nervioso central de cualquier anatomía que se nutre a su vez del género epistolar, la crónica, las revistas del corazón, los documentos policiales, los monólogos, el cine (esto último tiene su corolario en la versión cinematográfica que Torre Nilsson decidió llevar en 1974).
Del folletín es importante señalar algunos cuantos aspectos para comprender su gravitación dentro de la literatura. El folletín, considerado parte de las “literaturas marginales” (incluida la ficción científica, la narrativa popular, al fotonovela, etc.) fue el producto de la sociedad industrializada, cuyo desarrollo se gestó durante el siglo XIX, y que a mediados del siglo XX dio nacimiento la cultura popular de masas (término acuñado por el crítico inglés Lawrence Alloway en “The Arts and the Mass Media”). Este proceso resultó del ingreso de la burguesía a una mejor posición económica y política, la modernización mediática (importantes cambios producidos en el periodismo en conjunto con la implementación de nuevas tecnología), la democratización de la cultura letrada (fuerte alfabetización de los sectores que hasta el momento no tenían acceso a la educación). El folletín, por lo tanto, fue el resultado de una transgresión de la cultura letrada. Se arrancó, entonces, a la literatura del seno cortesano y de la actividad meramente ociosa para ajustarla a los estándares del público emergente, la exigencias económicas (el dinero y el escritor ya no es un tabú) y la consiguiente profesionalización del escritor (ejemplos de primeros escritores profesionales son: Honoré de Balzac (1750-1850) en Francia y posteriormente Roberto Arlt (1900-1942) en Argentina). Por otra parte, la literatura de corte popular camaleónicamente asimiló el paisaje urbano, tal como lo señala Edgar Morin:
La corriente popular permanece fiel a los temas melodramáticos (el misterio del nacimiento, la sustitución, los padrastros y madrastras, falsas identidades…), herederos de la más antigua tradición de las imaginación literaria (la tragedia griega, el drama isabelino), adaptada al cuadro urbano moderno.
Luego de este intenso paseo por algo tan complejo, retomemos Boquitas pintadas. En esta novela, Puig, se “apropia” de los estandartes de la cultura de masas, de la misma forma que los artistas del arte pop (Roy Lichtenstein, Claes Oldenburg, Eduardo Paolozzi, Andy Warhol, entre otros) para hacerlos funcionar dentro de un gran folletín que a su vez se configura con una serie de narradores que extrañan los acontecimientos ( la especie de didascalias que acompañan a las cartas que van de la primera a la tercera entrega correspondientes a “Boquitas pintadas de rojo carmesí”, el “cronista” que hace su aparición cuarta entrega y que narra con exagerada precisión un día de los personajes, las anotaciones técnicas de la sexta entrega que se parecen a juicios constativos producto de la actividad científica que los sucesos de la romería, entre tantos otros) exigen de un lector activo, tomando la metáfora del semiólogo francés Christian Vanderdorpe, que realiza el trabajo de la abeja que recolecta el polen y lo convierte en miel.
Con todo lo dicho anteriormente, Boquitas pintadas, como epítome de la narrativa de Puig, demuestra que la transgresión supera al voyeurismo biográfico y que sólo se explica si se toma a la literatura en serio, es decir, jugando con ella.



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